Si el lobo entra ahora

05.02.2023

Avanzo lento, como en sueños, mis patas saltan en el lugar. El crac crac de la madera me avisa que el lobo todavía busca mi cuerpo entre los tablones. Si se incorpora y huele el aire, pierdo: mi ansiedad apesta y marca el camino con luces de neón. Un aullido largo al fin me despabila y me olvido de los tablones y de mis patas y ahora tengo miedo, mucho miedo, pero lo de Simón ya está cerca.

Entro gritando que trabe la puerta, que el lobo viene atrás. Todos mis gestos son de película porque esto no se parece a la realidad. Aparece Simón cargando una madera inmensa y la coloca en una estructura de hierro que sobresale del umbral. Calza perfecto. Mi hermano nunca improvisa y, menos, en materia de seguridad. Su casa es un banco, un bunker, una cárcel. Lleno mis pulmones del olor a lavandina y lo abrazo agradecido. Me concentro en no mirar su sonrisita de «Te lo dije». Si el lobo entra ahora, lo único que pido es llegar a ver cómo esa sonrisa convulsiona y se convierte en una mueca de terror.

Lina llora en el living. Cuando entramos nos dedica un numerito que ya conocemos bien: inspira profundo y cierra los ojos para frenar las lágrimas, los abre con una sonrisa triste, le tiembla la mandíbula y no puede evitar volver a llorar. No sé por qué se molesta. Con los hermanos no funcionan las máscaras que les mostramos a los demás.

–¿Te mordió? A mí me mordió.– Me dice mientras me muestra una pata vendada.

–No llegó. Quedó atrapado entre los escombros y me dio tiempo para rajar. Le cayó la columna de roble acá, en mitad de la cabeza.

–A mí no me dio tiempo a nada el muy hijo de puta.

Lina y yo nos miramos a los ojos para no tener que ver lo que igual estamos viendo: la sonrisita de Simón. Hasta él se da cuenta de que no es momento e intenta disimularla caminando de acá para allá con la franela, limpiando todo lo que se cruza en su camino.

–Se pueden quedar todo el tiempo que quieran. Esta no es una casa fácil de volar, están seguros acá. La pesadilla no termina, acaba de empezar. Cenamos con los aullidos de fondo. La bestia ronda la casa, busca huecos y puntos débiles, nos hace saber que ahí está y que tarde o temprano los va a encontrar. Hablamos de política y de mamá y papá, y sólo la torpeza de los movimientos delata nuestro miedo.

* * *

El día siguiente es una arcilla. Una vez moldeada, una vez secada al sol de mayo, fija una rutina de la que no vamos a poder escapar. Simón limpiando y quejándose, Lina encerrada en su cuarto, yo haciendo garabatos con mis lápices de colores, sin saber qué dibujar. Cada tanto alguno sale a la terraza a investigar. El lobo cambió la estrategia: ahora no aúlla pero sabemos que está ahí. A veces es el ruido de una rama, otras su huella en el barro, pero en general es el silencio. Todos los animales se alejaron de esta parte del bosque, y eso está muy bien. Correr es lo más inteligente; encerrarse, lo más estúpido.

La comida no escasea: Simón tiene un montón de latas y las va racionando por nosotros. No hay dulces, nisnacks, y está prohibido picar entre comidas. Mi hermano mayor está preparado para las catástrofes desde que nació. Siempre con su botiquín de primeros auxilios, con sus bidones de agua, con sus cuchillos escondidos por todos lados. Odio vivir en un mundo en el que Simón tiene razón.

Lina se marchita en esta casa. Es una planta de exterior que necesita hundir sus raíces en la tierra, dialogar con las hojas y los bichos y con cada porquería que ande por ahí. A la tarde suele recordar «la vida que ese lobo hijo de puta le robó». Su casita de paja estaba llena de puertas ventanas y cantaba con el viento. Era ideal para recibir amigos y para meditar en el jardín. Cada vez que Lina dice que pensaba envejecer ahí, Simón tensa los hombros. Por ahora no contesta. Sigue cocinándose a fuego lento el caldo espeso de nuestra convivencia.

Una tarde Lina propone salir a cazar al lobo. Aparece en el living con una campera de Simón rellena de papeles, el tacho de basura del estudio sobre la cabeza y un palo de escoba con un cuchillo atado en la punta. Contengo la risa, no tengo ganas de convivir con su enojo. Pero Lina no me da tregua y nos hace una representación. Se agacha atrás del sillón, expectante, tararea una melodía para dramatizar el suspenso. De pronto grita «¡Lobo!» y se incorpora para blandir su lanza casera en el aire como si apuñalara al lobo feroz. Entiendo la intención del salto en su cara de acción, pero tarda quince segundos en levantarse y, cuando lo logra, ya no le quedan fuerzas para mover un palo tan largo. Cae de rodillas hacia adelante y lanzo la carcajada que no puedo seguir conteniendo.

Lina no se ofende; es más, ni la escucha. Los gritos de Simón tapan todo. Nuestro hermano mayor insulta y maldice a una velocidad que hace imposible entender las palabras pero quién las necesita. Señala el cuchillo que agujerea el piso alfombrado. Sacude a Lina para sacarle la campera. Está rojo y le falta el aire y si ignoramos la tensión de la mandíbula, si nos pudiéramos concentrar sólo en sus ojos, pensaríamos que está llorando.

Lina tarda unos segundos en reaccionar, pero reacciona. Antes muerta que dejar a Simón ser el rey del drama. Sube al sillón, se arranca la campera y la tira al suelo. Grita mirando al cielo como si sólo Dios la entendiera. Nos dice estúpidos, cobardes, chanchitos de matadero. Ahora que me acostumbré a la dicción convulsionada de mi hermano mayor, entiendo las respuestas: «Pendeja imbécil», «Inútil», «Vergüenza tu mundo de fantasía».

Con mamá y papá enfermos nuestras peleas eran casi una película muda. Susurrábamos insultos, nos tirábamos de las orejas, nos pellizcábamos las patas y la panza hasta hacernos sangrar. A veces peleaban Lina y Simón, a veces yo contra alguno de ellos, a veces nos agarrábamos los tres. Había sólo una regla: nunca hacíamos dos contra uno. El que no estaba incluido en la pelea original podía irse o aprovechar la situación para cobrarse ofensas pasadas. Mamá y papá balbuceaban algo desde su cama cuando entendían lo que estábamos haciendo. Eso al final, cuando ya les quedaba poco: antes entraban pateando la puerta y repartían cachetazos y castigos para todos. Pegaban fuerte los dos. Pero ni los golpes ni los castigos eran tan efectivos como ese balbuceo lastimero que nos dejaba helados, con ganas de morirnos antes que ellos.

Me acerco a Lina y tiro de su pata derecha con fuerza hacia atrás. Mi hermana pierde el equilibrio y cae con el hocico contra la alfombra. ¿Quién soy ahora? ¿Soy mamá y papá frenando la pelea? ¿Soy yo queriéndome sumar? Simón lo decide: me pega un cabezazo entre medio de los ojos que me nubla la visión por unos segundos. Caigo sentado y aprovecho para morderle el muslo derecho. Sólo lo suelto cuando los pellizcos de Lina me obligan a gritar de dolor. La pelea es feroz. Si el lobo entrara ahora, no tendría que trabajar; le bastaría ir tomando los pedazos de nosotros que tan generosamente repartimos por la alfombra. Peleamos como cuando éramos chicos (a viva voz, a vivo golpe) pero con la bronca de los grandes. Sin mamá y papá para que intervengan, ¿quién nos va a frenar?

Un ruido nos frena. Pasos en la galería, o el forcejeo de un picaporte, o quizás viento, o quizás nada… Pero una vez frenada la pelea es tan estúpido reanudarla. Ahora duelen los tendones rotos, laten los labios hinchados, sangran los raspones. ¿Estamos más tranquilos? No, no lo estamos. Sólo un poco más tristes y bastante más solos.

Simón se incorpora como puede y empieza a ordenar el living con el brazo menos lastimado. Lina y yo lo dejamos hacer.

–Mamá y papá nos dejaron la misma plata para construir. La misma.

–Para qué nos dejaste entrar, ¿no?– pregunta Lina desde el suelo –Cómo te gustaría vernos muertos en tu jardín.

Simón ni afirma ni niega. «La misma» vuelve a decir mientras acomoda los almohadones del sillón.

–Ganaste, Simón. Ganaste– vibran las palabras en mi boca, imposible disimular el rencor – ¿Querés un premio? ¿Te aplaudimos?

Simón responde bajito:

–Un «gracias», quizás. Un «gracias por ocuparte de todo», otra vez.

Volvemos a quedar en silencio. Lina se arrastra hasta el espejo e inspecciona su cabeza para descubrir por dónde sale la sangre. Simón gime de dolor mientras se agacha a buscar los adornos caídos y los vuelve a poner sobre el hogar. A mí me duelen las costillas cuando respiro y más si hablo, pero nosotros nunca hacemos dos contra uno así que me incorporo como puedo y señalo a Lina con desprecio:

–Y no compares mi casa con la de esta vaga. Ni hacía falta el lobo, en un mes se te caía sola esa porquería.

Lina sonríe como si la verdad no doliera.

–Javier, sos el más imbécil de los tres. Y el más débil, por eso siempre te protegió mamá. Me acerco sacando pecho pero enseguida desisto: estamos todos muy cansados para un segundo round. Sigo de largo hasta la cocina, busco hielo para mis heridas y me voy a mi cuarto sin cenar.

* * *

Al silencio de afuera se le suma ahora el silencio de adentro. Durante la semana siguiente nos vemos sólo en los pasillos. Simón sigue cocinando para todos pero comemos en turnos separados. No hay nada que resolver. Nada que nos una desde la división de la herencia. Si antes quisimos hablar, si intentamos convivir, ése fue el error. Ahora vivimos en tres casas superpuestas y mis hermanos son fantasmas que habitan en los bordes de mi universo. Puedo ver las paredes del pasillo a través de sus cuerpos, apenas más densos que la niebla.

De mis lápices ya no sale nada, ni siquiera los garabatos sin sentido. Silencio afuera, silencio adentro, silencio en las hojas más blancas que vi.

Si el lobo entra ahora, ¿le queda algo por matar?

Un día lo intenta. Es una tarde domingo y no pienso en nada mientras miro el bosque por la ventana de mi habitación. Hace rato es otoño. Alguien golpea mi puerta y salto del susto.

–El lobo– dice Lina desde el otro lado antes de alejarse.

Cuando llego al living, la encuentro en el sillón grande con toda su atención puesta en el hogar. Cae una piedrita, después otra. Caen desde la chimenea.

–Hijo de puta– digo en voz alta. Simón, que hasta recién estaba en la cocina, aparece enseguida con su delantal y un cucharón enorme en la mano. Sabe que nadie habla en esta casa sin que lo amerite.

–El lobo– vuelve a decir Lina.

Rodeamos el hogar y escuchamos. Un gemido apagado, apenas un golpe, otra piedrita más. La chimenea es estrecha y muy oscura, pero el lobo no tiró abajo dos casas por puro gusto: el lobo viene a buscar lo que le corresponde.

Por primera vez me permito pensar en lo que perdí. No me importa que las circunstancias le den la razón a Simón: vivir entre madera es vivir en armonía con el bosque. Los troncos conservan la alegría del sol, la energía de los pájaros. Una casa de madera respira y te acompaña. Esta caja de ladrillos y cemento, en cambio, te arranca de raíz y te deja boqueando en la nada. Y ahora el lobo encontró el agujerito en la caja y ya no hay dónde escapar. Lina agarra la mano de Simón y Simón agarra la mía como si fuéramos a rezar el Padrenuestro. Pero en vez de rezar, nos recargamos. El miedo, la excitación, el instinto de supervivencia son impulsos eléctricos que viajan entre los tres. Nos soltamos de un salto, de un chispazo. No hay minuto que perder. Hacemos barricadas con los muebles y corremos a buscar las armas que Simón guarda en cada habitación para situaciones como ésta.

Mi preferida está en el estudio, atrás de la única foto de la familia que encontré en la casa. Es un cuchillo de treinta centímetros que lleva tallado sobre el mango un árbol extraño: las raíces son iguales al tronco y las ramas, y están cubiertas del mismo follaje. Parecen dos árboles, o un árbol con su reflejo invertido, como si se espejara en una laguna. Cada vez que bajé al estudio para concentrarme en mis dibujos terminé acuchillando el aire un buen rato, más por aburrimiento que para practicar.

En el living, Lina acomoda todos los objetos arrojables que encuentra. El palo de escoba con el cuchillo atado en la punta la espera contra la pared. La ayudo y pongo en fila un jarrón, una plancha, un adorno puntiagudo y dos sartenes. Lina me sonríe y empuña el palo de escoba antes de ocupar su lugar detrás de la mesa.

Aparece Simón cargando la olla más grande de la casa. Avanza despacio, con suma concentración, y sale tanto vapor de la olla que casi no puedo ver la cara de mi hermano. Abro la barricada para que llegue hasta el hogar y la apoye en el punto exacto en el que esperamos a nuestra visita. El olor del caldo inunda el living, se mezcla con el de nuestros nervios y nuestra transpiración. Mi hermano vuelve sobre sus pasos y ya estamos todos en nuestros puestos: él detrás del sillón grande, Lina detrás de la mesa, yo detrás de la biblioteca .

El lobo gime allá arriba. Una piedrita chapotea en el caldo y se hunde en cámara lenta. La luz de la tarde entra por la ventana y convierte la piel rosa de mis hermanos en un rojo infernal. Ahora no somos tres chanchitos sino uno con reflejo doble: la misma postura alerta, la misma respiración contenida, el mismo cuchillo apuntando hacia el hogar.

(Cuento publicado en la revista Ulrica. Ilustración de Eliana Ramponi)